lunes, 20 de junio de 2011

EN LA INTIMIDAD DE MENDOZA

Creo que nunca he visto una ciudad tan frondosa como Mendoza. Uno tarda cierto tiempo en comprender cómo puede haber tantos árboles en este lugar, ubicado en el desierto. Solo se puede explicar a través de un aprovechamiento inteligente de los recursos, que ha hecho de esta hermosa localidad, un vergel.

La zona donde está fundada presenta un clima semidesértico y su provisión de agua únicamente es posible en los oasis, donde los ríos que bajan de las cumbres de la cordillera de Los Andes derraman sus torrentes de agua. Para asegurar su llegada a toda la urbe, se construyeron acequias, ese elemento tan característico de Mendoza, encargadas de regar los árboles a los costados de las calles.

El resultado es un paisaje lleno de verde que culmina con un parque artificial de más de 500 hectáreas y que lleva el nombre del venerado Libertador de América, el General San Martín.

Cuando uno pasea por la calle, se siente siempre observado por todos esos árboles, que se abrazan por encima de las cabezas de los transeúntes. Hay que admitir que le brindan un toque distinguido a esta ciudad burguesa. Pero además dan oxígeno y crean un manto protector durante el tórrido verano.

Si hablamos de cómo escapar de las altas temperaturas, los mendocinos han desarrollado un mecanismo mucho más eficaz: la siesta. Esa actividad de poco desgaste físico que le permite a uno permanecer en su cama en las primeras horas de la tarde. No les falta razón y no se les puede acusar de vagos: precisamente después de comer, entre las dos y las cinco, es cuando hace más calor. Y la vida se hace imposible en el exterior. Como el verano es largo y a la siesta se le agarra el gusto rápido, la costumbre se extiende durante todo el año y es una de las etapas del día: “Iré a tu casa en la siesta”, como quien dice “por la mañana” o “por la noche”. Además, todos saben que en ese horario las calles están desiertas y los comercios, es evidente: cerrados.

Los mendocinos son amables y es fácil interactuar con ellos. Como sucede en buena parte de América del Sur, aquí a la gente todavía le preocupa el ser humano que tiene al lado; todavía se miran a los ojos. Por eso, si alguna vez te subes al micro y te falta una moneda, como me pasó una vez, no solo habrá alguien que repare en ello sino que probablemente te ofrecerá ayuda.

Cabe destacar a algunas figuras típicas del paisaje mendocino: el cafetero, el lustra zapatos, la “floristera” e incluso los verduleros. El primero es el que más madruga, pues la ciudad empieza a despertarse a las seis de la mañana y ya entonces hay quien necesita de un buen café calentito para arrancar la jornada. Por lo general, el cafetero también tiene facturas y te vende ambas cosas por dos o tres pesos. Tan característica es su presencia, que en el noticiero donde trabajo hemos hecho varias conexiones con Carlitos, uno de muchos, que ha llegado incluso a cantar en vivo para nosotros. Todo un personaje.

La relación entre el lustra zapatos y sus clientes también es digna de mención. Ubicados en las calles más céntricas, como la Peatonal o la avenida San Martín, siempre se les ve charlando animadamente con los señores a quienes les abrillantan el calzado. La escena, si uno se para a pensarla, es curiosa: un señor arrodillado a los pies de otro. Una jerarquía muy gráfica que sin embargo no parece interponerse en la conversación. Y me aventuro a afirmar que se genera un gran vínculo entre ambos.

Las flores y las verduras también colorean el paisaje. Yo tengo una relación amistosa con la verdulera de la esquina de mi casa. Y sé que cuando paso un tiempo sin ir se preocupa, ya sea porque no sabe de mí; ya sea porque teme que le compre a otra. Cuando voy siempre charlamos un rato y me cuenta cómo toda la familia se turna para trabajar en el puestito, situado en la calle Belgrano, y poder mantenerlo abierto desde bien temprano hasta pasadas las nueve de la noche. Recuerdo también cuando volvió de las vacaciones y me explicó cómo todos se acomodaron para hacer planes que fueran atractivos tanto para ella y su marido como para sus hijos, de edades variadas. Me enternecen profundamente estas historias de familia unida y el brillo de sus ojos cuando me las relata. Y me sigue sorprendiendo cuando no me cobra un ramillete de albahaca, porque de donde yo vengo te hacen pagar hasta por el aire que respiras… 

Las imponentes montañas a lo lejos; el huemante olor del asado -exquisito-; el placer de paladear un buen Malbec o un Cabernet, según el gusto; las empanadas crujientes… Son retazos de una Mendoza y de sus gentes, que me han abierto sus puertas y me han acogido como a una hija. El agradecimiento es profundo y sé que siempre llevaré conmigo a esta tierra.

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